Así viví el acto de perdón por el asesinato de Helvir Torres

Así viví el acto de perdón por el asesinato de Helvir Torres

A estas alturas del evento no se estaba realmente hablando de Helvir Torres o de su primo Fredy, el sobreviviente que logró huir del sitio donde los militares los habían retenido para llegar a la estación de policía, denunciar, esperar a que su familia lo recogiera y así evitar una posible muerte. Más bien se seguía hablando de la paz, del perdón abstracto y de las excusas alrededor de las cuales el evento se organizaba. Todo esto se rompió cuando subieron los tres hijos de Helvir Torres a hablar. El primero de ellos terminó su intervención definiendo el asesinato de su padre como un “acto de irreverencia y crueldad por parte del ejército”, dejando claro que la forma en la que presentaban sus disculpas no era suficiente y, por lo tanto, no iba a perdonar: “yo no perdono”, dijo al terminar su intervención.

El viceministro empezó por saludar a los militares, a las brigadas, a la institución diseñada para ordenar y controlar el territorio por la fuerza. Frente a él, aunque al otro lado de la plaza, lo observaba el busto de Juan De la Cruz Varela, por muchos considerado el dirigente campesino más importante de la historia del país. El viceministro siguió saludando a las diferentes instituciones y figuras para terminar su introducción saludando a la familia de Helvir Torres, quien fuera asesinado por el ejército en 2006, luego vestido de guerrillero y convertido en una estadística que hablaba de la victoria militar sobre la insurgencia en la zona.

Pero el viceministro realmente no habló de un asesinato, sino de muerte. Pidió disculpas por la muerte de Helvir Torres, luego pidió excusas y habló de la importancia del perdón. También nos recordó a todos los que estuvimos ahí presentes que los falsos positivos son una pequeña mancha en lo que de otra manera es una institución estructuralmente comprometida con la defensa de la población civil y de los derechos humanos. 3500 manchas sueltas, inaceptables pero sin conexión alguna entre sí y desperdigadas en un uniforme militar comprometido con los derechos humanos.

Antes de comenzar el evento el pueblo se movía con algo de lentitud. Alrededor de la plaza sólo estaba cerrada la rockola mientras que en la tienda de la esquina las 3 mesas estaban ocupadas por hombres tomando cerveza. La sensación parecía ser la de un cierto desinterés, que luego se fue transformando a medida que se empezaron a ocupar las sillas de plástico en el centro de la plaza. Pronto se hizo evidente que el pueblo estaba pendiente.

Aún las personas que no estaban en la plaza podían oír desde sus casas las diferentes intervenciones y mientras trabajan, estaban atentos a lo que sucedía en la plaza principal. Sin embargo, el aplauso obligado al final de la intervención del viceministro sonó frío, mesurado, lleno de desconfianza. Eso se hizo más evidente cuando el alcalde se subió a la tarima, habló de la necesidad de parar la guerra, de la importancia de la inversión social y de votar sí en el plebiscito (lo llamó referendo, pero al final nadie entiende las minucias de una cosa y la otra). La gente rompió el silencio y aplaudió con efusividad.

También lo hicieron cuando el alcalde habló de la importancia de construir una relación distinta con el ejército, evidenciada según él en la colaboración de la brigada en la construcción del coliseo donde se juagará próximamente un pequeño torneo de fútbol (a todas estas viceministro, ojalá acepte la invitación, vaya y juegue. El fútbol siempre acerca a la gente). Luego me dirían que el viceministro cumplió un papel mucho más dignificante que el que usualmente llevan a cabo en sus discursos los militares, que se disculpan por “dar de baja a alias” (inserte el apodo del muerto de turno aquí). En esa forma de pedir perdón por parte de los militares,los eventos de perdón se convierten en escenariosde justificación y, de esa manera, mantienen la ofensa contra las familias, los territorios y la población.

A estas alturas del evento no se estaba realmente hablando de Helvir Torres o de su primo Fredy, el sobreviviente que logró huir del sitio donde los militares los habían retenido para llegar a la estación de policía, denunciar, esperar a que su familia lo recogiera y así evitar una posible muerte. Más bien se seguía hablando de la paz, del perdón abstracto y de las excusas alrededor de las cuales el evento se organizaba. Todo esto se rompió cuando subieron los tres hijos de Helvir Torres a hablar. El primero de ellos terminó su intervención definiendo el asesinato de su padre como un “acto de irreverencia y crueldad por parte del ejército”, dejando claro que la forma en la que presentaban sus disculpas no era suficiente y, por lo tanto, no iba a perdonar: “yo no perdono”, dijo al terminar su intervención.

Sus palabras no parecían salir desde el rencor, sino desde un lugar mediado por una comprensión crítica del efecto del perdón como atado al olvido y sobre todo, como sería claro más adelante, como una forma de hacer evidente que la sistematicidad de la violencia como forma de organización de la vida debía hacerse evidente porque esa era la única posibilidad real de superar la guerra. El segundo hijo se midió un poco más y luego de agradecernos acompañarlo en este acto, nos dijo que igual preferiría que su padre estuviera vivo. Enunciando eso nos recordó la futilidad burocrática del evento, la forma en que se impone como un ritual diseñado para afirmar una idea de superación del trauma de la muerte en dirección a la reconciliación.

La fractura en la formalidad burocrática producidapor los hijos de Helvir Torres continuó cuando Dora Lucy Arias hizo algo que hasta ese momento nadie había hecho: nombrar los hechos. Contó lo que pasó ese día, el engaño de los militares a Helvir y Fredy, la forma en que este último huyó, salvó su vida, denunció y mantuvo una pelea contra el terror que ha generado el ejército como la forma de mantener el orden y controlar la vida (y la muerte) de los campesinos.

También habló de la importancia de reconocer los falsos positivos como una práctica sistemática que hablaba de un proyecto de poder diseñado en las fuerzas militares, con objetivos concretos y un carácter masivo que debería hacer imposible mirar hacia otro lado. Mientras ella hablaba, la rockola ya estaba abierta y sonaba Reynaldo Armas, los niños jugaban en la parte opuesta de la tarima con las bombas blancas que el ejército se comprometió a comprar y todas las personas presentes, de una u otra manera, prestaban atención.

Algo se había hecho evidente en estas dos últimas presentaciones. El evento empezó con una eucaristía organizada alrededor de la noción de perdón, idea que fue continuada como el eje de las presentaciones por parte del alcalde y el viceministro. Sin embargo, las presentaciones que siguieron o cuestionaron directamente la noción de perdón establecida, o apuntaron a la politización necesaria del perdón como condición para que realmente existiera, para que se asentara en la vida de la gente de Cabrera

.De alguna manera lo que se hizo evidente fue la profunda diferencia entre el perdón enunciado por el viceministro- un perdón abstracto con un discurso orientado a defender la legitimidad estructural de las fuerzas militares- y la descripción de la violencia tanto por de los hijos de Helvir Torres como por Dora Lucy Arias, que la definían como constitutiva de las modalidades del poder desde el Estado. La violencia física como una manera de ordenar el territorio y administrar las vidas de las personas de la región.

Por eso, el acto de perdón parecía estar siempre vigilado por la historia de la región, representada de manera inequívoca por el busto de Juan de la Cruz Varela. Una historia de conflictos, de insurgencias, de múltiples oleadas de violencia que fueron dándole forma no solo a la región, sino en últimas al país.

El acto de perdón es resultado de la sentencia proferida el 7 de mayo de 2015, el Tribunal Administrativo de Cundinamarca, y no es la primera relacionada con ejecuciones extra judiciales. Pero difícilmente puede ser abstraída de las expectativas de reconciliación y paz que proliferan hoy en día. En todo el país es posible sentir-vivir las discusiones, sueños e incertidumbres de los acuerdos de paz con las FARC. Como parte de esos acuerdos, tanto el Estado como la insurgencia han definido una serie de actos de perdón, tanto antes como después de la firma final.

Por eso, aun cuando este evento no se encuentra enmarcado en los acuerdos ni hace parte formalmente de ningún tipo de procedimiento relacionado con el postconflicto y la idea de la reconciliación, tanto el representante del gobierno, como el gobierno local y los medios de comunicación que cubrieron el evento, hicieron énfasis en lo que implicaba el pedir perdón para fortalecer las garantías de no repetición y, sobre todo, las posibilidades de reconciliación.

Tanto RCN como la Unidad de Víctimas se concentraron en esto, dejando a un lado las formas de disrupción a esa idea abstracta de perdón que los hijos de Helvir Torres pusieron una y otra vez durante el evento. Antes de la lechona que cerró formalmente el acto, un grupo de jóvenes entre los que se encontraba Oscar Torres, hijo de Helvir, presentó una pequeña obra de teatro. En ella, la muerte, el dolor y la rabia se articulaban como el eje político de la crítica al evento mismo.

Yendo más allá del hecho puntual de las ejecuciones extrajudiciales, la obra representaba diferentes formas de violencia que recorrían la vida cotidiana de una región en donde la violencia política y la de todos los días se mezclan hasta convertirse en una sola cosa. En un momento la música de una de las escenas parecía simular un reggaetón que luego terminaría en un acto de violencia sexual. El bajo de la canción reventaba los parlantes, creando un ruido sucio que rompía la pretendida pulcritud del evento. La gente estaba de pie, viendo las escenas de la obra con sorpresa pero definitivamente atrapados por el impacto de lo que ahí se representaba. Desde donde yo estaba el ruido, las palabras y las actuaciones parecían querer superar el evento mismo y alcanzar un lugar distinto, uno donde la dignidad aflorara como una forma de disrupción de lo cotidiano, del intento de cierre y reconciliación tan profundamente distante que los militares y el gobierno habían intentado imprimir en el evento.

Las historias de las personas que mataron como parte de esa estrategia estructural de las fuerzas militares en muy buena medida no hacían parte de nada. Eran trabajadores o desempleados en busca de trabajo, gente que se llevaban de un barrio o un pueblo en medio del silencio y la esperanza, personas que estaban pasando por momentos difíciles en sus vidas y se convertían en blancos fáciles. Vidas que para el ejército no tenían valor, vidas que eran definidas en función de su precariedad, su marginalidad y por lo tanto, vidas que para el ejército podían ser desechadas.

Vidas que para el ejército no eran vida más allá de la función de un corazón que palpita y mantiene la carne caliente, que podían ser traducidas en estadísticas de la victoria sin mayores preguntas. Vidas como carne que puede ser pasada al matadero de la guerra, procesado y convertido en pruebas de que se está ganando. Si hay algo más horroroso que eso, es probablemente la manera en que, precisamente por la marginalidad de las vidas en juego, lo que es uno de los crímenes sostenidos más atroces del país, no tenga el mismo estatus nacional e internacional que los asesinatos políticos u otros eventos de violencia. Pero ahí estaban los hijos de Helvir Torres y sus amigos, dispuesto a seguir gritando, incomodando y rompiendo el orden de un silencio impuesto en forma de perdón.

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