“!Es que nadie piensa en nosotros! ¡No matamos a nadie! ¡No hicimos nada!

Entonces pude ver al Escuadrón de la Policía en guardia y dispuesto a la lucha, rodeando la vieja y olvidada Plaza de los Mártires. Esta vez no había
Ejercito custodiando el monumento al patíbulo; los pordioseros, callejeros
y callejeras no orinarían y defecarían en él, pues estaban arrumados a un
lado del hoy elegante monumento que hondeaba las banderas de la ciudad
y de la patria.

El ESMAD de la Policía portaba trajes y cascos pesados, similares a las armaduras medievales, armas de aturdimiento, tanques de agua. Un
carro de bomberos y ambulancias se desplegaron desde la Avenida Caracas
por los alrededores de la L, la 9na y la 11 hasta la carrera 16. El
normal miedo que ronda en este sector de la ciudad era más intenso: las
palomas habían sido desplazadas
y se habían apostado en las columnas,
paredes y techos del Sagrado
Corazón que mira al centro de
Bogotá desde la cima de la nave
principal de la Basílica Menor del
Voto Nacional por la Paz, iglesia
en ruinas que bendice al país del
Sagrado Corazón. Hoy las palomas tendrían que esperar la retirada
militar para carroñar.

En el centro de la Plaza, el Alcalde Local ordenó la instalación provisional
de una gran carpa con una tarima de concierto. Y sobre la calle
automóviles de medios de comunicación nacional: radio, televisión y prensa
escrita. Había también buses de la Policía de Infancia y Adolescencia
y payasos alrededor de la carpa en espera de iniciar el espectáculo que
nunca iniciaría por lo que pasó en el otro extremo de la Plaza.

Los habitantes de la calle, hombres y mujeres, estaban a un lado del
obelisco a los Mártires, amontonados en el pasto. Más abajo, justo en la
esquina, al lado del Batallón 52 del Ejército Nacional, dos carros de
Medicina Legal acababan de recoger tres cadáveres de habitantes de la
calle y algo más de siete heridos. Al preguntarle al portero del edificio si
sabía qué había pasado, susurró que habían matado a unos ñeros de
ésos y luego la señora que nos ayuda algunos días en la oficina, dijo que
había llegado a las seis y que había visto tres cadáveres en la entrada de
la calle del Bronx.

Al medio día pasamos por el frente del Bronx con las compañeras de la
oficina y la Policía estaba en plena acción, derrumbando y tumbando las
casuchas y casetas. Habían ocupado la calle por completo y sacado a
todos y también sacaban la ropa que venden de segunda, lámparas y
muchos chécheres, pues dicen que allí se consigue todo lo que uno se puede
imaginar y lo que no, también, armas, droga, medicinas, etc. En la enentrada
de la calle algunos de sus habitantes observaban impotentes y gritando
vulgaridades a los policías y se escondían detrás de los otros sin
poder hacer más.

Uno dijo con acento de ñero: “!Es que nadie piensa en nosotros! ¡No
matamos a nadie! ¡No hicimos nada! A los que matan no les hacen
nada, fueron ellos mismos…” y se fue agachando la cabeza. Entonces
pensé en Lorena que seguía sin aparecer, nos preguntamos con las compañeras
en dónde estaría rebuscando para pagar la pieza, comer y según
ella para ayudar a su hijo que lo tiene en custodia una hermana, pues
ella parece un poco deschavetada.

En la tarde los noticieros informaron del escándalo provocado por la
masacre de tres personas la mañana del 14 de marzo en pleno centro de
la capital por desconocidos según la policía, por lo que tuvo que hacer el
operativo, allanar y romper todo para encontrar pruebas de los móviles
del múltiple crimen, pero sólo hallaron unas cuantas bicicletas presuntamente
robadas, armas y alucinógenos, y ni una sola pista de los asesinos.
También informaron escandalizados la decisión del Alcalde Mayor de
detener la acción policial y suspender al subalterno alcalde menor por el
trato dado a los habitantes de la calle, con la promesa de estudiar cómo
atendería las necesidades de esta población que lleva décadas en difíciles
situaciones.

Al día siguiente, estaban otra vez
los militares y policías de siempre,
cuidando el obelisco al patíbulo y
corriendo y amenazando con las
culatas de los fusiles y palos de
dotación a los habitantes de la
calle para que no defecaran
y orinaran en él. Ya las
banderas habían sido retiradas,
las palomas volaban
libremente entre la iglesia, el
Sagrado Corazón y el centro
de la plaza a donde
bajaban a carroñar y a
esperar que los habitantes
de la calle les tiraran una
migaja de su miseria y éstos,
esperando a los transeúntes
que por miedo, asco o compasión
tiraran una moneda.

Este día si salió Lorena,
vino brincando como una
niña que tararea en un
bosque fresco y verde, tal vez
feliz porque podía otra vez trabajar: “Lala lala lala—y me dijo lo de
siempre, con ansiedad—¡Buenos días padrecito!, ¿cómo le va?, ¿cómo
está?, ¡yo lo acompaño!, <>, ¡bueno vaya
con Dios, padrecito!, ¡que Dios lo acompañe!. ¡Que Dios le pague!”.

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