Sin tregua ni olvido

Sin tregua ni olvido

Cuando Yéssica se le presentó y le anunció el motivo de su visita, notó en él un cambió de humor, una molestia súbita. Si bien su visita le había sido anunciada como un asunto de mero trámite judicial, al hombre no le habían avisado que se trataba de ella: la hija del sindicalista que él había asesinado cinco años atrás en Fusagasugá, crimen por el que precisamente estaba pagando veintisiete años de cárcel.

 

 

Por eso verla allí lo desconcertó, le movió el piso, y tuvieron que pasar varios minutos para que recobrara la calma. Seguramente era la primera vez que tenía que vérselas con alguno de los tantos huérfanos que en su oficio de sicario a sueldo había dejado por ahí regados.

Yéssica lo había visto en una ocasión, cinco años atrás; la vez que asistió a una audiencia en la que él, y el otro sicario que participó en el asesinato, rindieron declaración ante el juez. Pero en aquella ocasión sólo se limitó a mirarlo, y de lejos.

Así que respiró hondo, compuso lo mejor que pudo el gesto de su bonito rostro y, resuelta, avanzó hacia él. A eso había ido, a confrontarlo, a sostenerle la mirada, y a tratar de convencerlo de que le dijera todo lo que en el juicio había
callado, a ella y a la Fiscalía; que le contara los intríngulis que no se conocían, como, por ejemplo, quién o quiénes fueron los determinadores del crimen de su padre. Era la pieza que faltaba para armar el rompecabezas, pues ya los autores materiales (los dos sicarios y el policía que les ayudó con la logística) habían sido juzgados y condenados. Sólo que después de esas tres condenas era muy poco, mejor dicho nada, lo que había avanzado la investigación.

Fue justamente ese estancamiento de la investigación lo que la impulsó a buscar en la cárcel a Giovanni Moncada, que así se llama el hombre. Confiaba en obtener de él información nueva, que activara el proceso; un proceso que ella había seguido desde el principio porque, aparte de hija de la víctima, Yéssica, para el momento de su visita a la cárcel —agosto de 2008— estaba recién graduada de abogada.

Y un proceso que, por otra parte, tenía ya su particular impronta. De alguna manera se había colado en la agenda del Congreso de Estados Unidos por la puerta de la discusión del Tratado de Libre Comercio con Colombia. Ocurrió
que Darío Hoyos, que así se llamaba el padre de Yéssica, fue en vida un hombre que por sus cualidades de líder sindical internacionalista se había ganado la estimación y el respeto de algunos directivos de la AFL-CIO, la gran central sindical estadounidense. Por eso, al interior de esta organización, su
asesinato no sólo dolió sino que se consideró un caso emblemático de la violencia antisindical en Colombia; tema de alta sensibilidad en las discusiones del TLC en el Congreso gringo, donde el asesinato de sindicalistas se considera un caso serio de violación de derechos humanos, como quiera que el 60% de todos los asesinatos de sindicalistas en el mundo ocurre en Colombia.

La primera media hora de la entrevista fue muy difícil, recuerda Yéssica. Había escogido entrevistar a Giovanni, y no al otro sicario, porque en aquella audiencia en la que ambos declararon ante el juez ella había observado atentamente la reacción y la actitud de cada uno, y advirtió en él una mejor disposición. Es más, lo primero que le llamó la atención de Giovanni fue su juventud. “Es casi de la misma edad mía”, pensó. También le impactaron las palabras que le dijo al juez, en las que vio -o creyó ver- algún asomo de
sincero arrepentimiento. En cambio el otro sicario permaneció helado, con el rosto ceñudo y la mirada desafiante.

Incluso dijo estar orgulloso de su militancia en las AUC. Pero si para ella fue difícil la entrevista, más difícil lo fue para Giovanni, a juzgar por su actitud. Se mostró incómodo, reticente, jabonoso, alegando que él nada tenía qué hablar
con ella, que ya había sido condenado y estaba pagando lo que debía, que ya no tenía nada más qué decir, y menos sobre el tema que a Yéssika le interesaba; un tema, dijo, muy peligroso. Y con largos silencios y evasivos monosílabos le puso tranca a cualquier información sobre ese tema.

Fue ahí entonces cuando a ella se le ocurrió pronunciar la frase afortunada, que le salió más de la circunstancia que del sentimiento, y que tendría en él un efecto sedante:

—Le voy a decir algo que tal vez usted no me crea…yo a usted ya le perdoné —le dijo, y sintió la voz como de vidrio, partiéndosele en varios pedazos. Pero siguió adelante:

—Por eso estoy aquí, dándole la cara…, porque ya lo perdoné. Y le perdoné porque para mí usted no es el verdadero culpable de la muerte de mi papá, usted apenas fue un instrumento.

Giovanni vaciló, se quedó mirándola con los ojos muy abiertos; ojos del que no sabe, o duda, qué terreno está pisando. Confesó que en el tiempo en que fue miliciano de las AUC, y en el que llevaba en la cárcel, nunca ningún familiar
de alguna de sus victimas se le había acercado tanto, y menos para decirle que lo perdonaba. Yéssica era la primera.

—Yo a usted no le creo —añadió—. No veo cómo puede perdonarme que le haya matado a su papá.

—Por lo que le dije, porque usted simplemente fue un instrumento. Si esa orden no la hubiera cumplido, otro lo hubiera hecho, y mi papá igual estaría muerto. Además usted no tenía motivos contra él, ni lo conocía siquiera. Lo vino a conocer la noche que lo mató… Por eso lo mejor que puede
hacer como un acto de justicia conmigo, y con usted mismo, es responderme lo que le estoy preguntando.

Pero Giovanni siguió de oreja mocha. Sólo le dijo, como para desanimarla más, que era información muy seria, clasificada, que para ella incluso podía resultar más peligrosa que para él.

—Yo mi peligro veré si lo corro o no —le contestó—, y mi miedo lo manejo yo, pero usted ayúdeme, por favor.

No quiso. Se cerró en que no, en que él no se iba a meter en más problemas de los que ya tenía, y con eso dio por cancelado el tema. Pero no la conversación, porque resultó ser un hombre conversador, que además tenía ganas de hablar; de hablar de lo que quería, claro: cosas de su vida, de
los motivos que lo empujaron a las AUC. Le contó que se había hecho paramilitar muy temprano: recién cumplió dieciséis años, en Tauramena, Casanare, el pueblo donde vivía con su familia. Pero no por voluntad propia, aclaró, sino porque no tuvo más de otra. Su fama de ladrón irreductible, que tenía bien ganada en el pueblo, lo habían puesto en la mira de los paramilitares de la zona, que lo mandaron llamar para advertirle que sólo tenía tres opciones: morirse (con la ayuda de ellos, desde luego), largarse del pueblo, o ser uno de ellos.

Y él, como dice el tango, arrancó por el camino que mejor le pareció: el de las Autodefensas del Casanare, donde empezó a militar. Y alguna cualidad le vio el comandante del frente porque muy pronto lo integraron al grupo de tareas especiales, preparado y entrenado en seguimiento, inteligencia y eliminación
de personas.

—Nos daban un nombre, una dirección y una logística, y nosotros íbamos y hacíamos la vuelta. Así hicimos con su papá… y con todos —le dijo.

También le contó algunos pormenores del asesinato de su papá, que ella desconocía. Como, por ejemplo, que, para hacer inteligencia, él y el otro sicario alquilaron durante varias semanas una casa vecina a la de sus padres, porque el plan inicial no era eliminar sólo a su papá sino a toda la
familia; revelación que a ella la hizo tragar saliva, pero nada comentó.

Y así, entre frases que van y frases que vienen, la conversación terminó alargándose casi cuatro horas, en las cuales Giovanni no dijo esta boca es mía sobre el único tema que a ella le interesaba: los autores intelectuales del crimen de su papá. Sin embargo, le dejó abierta una ventanita:

—Déjeme pensarlo —le contestó, cuando ella al final le preguntó si había alguna esperanza de que cambiara de idea.

Y para que viera que de veras lo iba a pensar, le pidió que le dejara un número de teléfono donde él pudiera llamarla, si decidía algo. Y ella se lo dio.

¿Quién era Darío?

Era un hombre dicharachero y bajo de estatura, de cuerpo macizo, tez blanca, ojos claros, vivaces, y cara de muchos amigos. Un ser que andaba por el mundo contento de estar vivo, según lo recuerda Yéssica, quién de él heredó el
color verdemar de sus ojos y buena parte de su carácter.

Desde muy joven Darío emigró de Sopetrán, su pueblo natal en Antioquia, a la región de Urabá, donde trabajó como obrero en plantaciones de palma africana, y donde fundó, a principios de los años 70, un sindicato agrario.

Desde esos comienzos se distinguió por ser un buen orador, y un devorador
de libros y de cuanto documento sindical pasara por sus manos. Y eso que sólo estudió hasta quinto de primaria.

Sin embargo, no tomó el camino de la dirigencia sindical, como era lo previsible. Esa no era su vena. Su vena fue siempre la de educador, formador de líderes y asesor de sindicatos; actividad que lo puso en contacto con pares extranjeros y así llegó a ser encargado para América Latina de la Federación Internacional de Mineros. Después dirigiría el Área de Educación para los países andinos de la Federación Internacional de Trabajadores de las Plantaciones, Agrícolas y Similares (FITPAS), en una época en que era más el tiempo que estaba fuera del país que el que pasaba con su familia.

Por temporadas de hasta seis meses estuvo en muchos países de América, asesorando negociaciones y capacitando líderes sindicales. Fue así como vio la necesidad de aprender inglés; y lo aprendió, de la misma manera que había aprendido todo lo que sabía: en los ratos libres y por sus propios medios.

Comenzando la década de los 90, ya con cincuenta años cumplidos y una familia que empezaba a crecer, decidió parar en seco la viajadera y dedicarse más al hogar, a sus dos hijas y a su mujer, profesora ella y sindicalista como él, directiva del sindicato del magisterio en Cundinamarca. Se establecieron
en Fusa, diminutivo de Fusagasugá, municipio ubicado a 64 kilómetros de Bogotá, desde donde siguió asesorando a varios sindicatos grandes del país: Federación Colombiana de Educadores, Unión Nacional de Empleados Bancarios, sindicato de Telecom, Sindicato de la Industria del Carbón. De eso
vivía, era su fuente de ingresos; y su casa se convirtió en la oficina donde hacía las reuniones.

Yéssica tendría siete años entonces y, como se dice, se veía en los ojos de su papá, su héroe; un ser festivo que la hacía reír, que jugaba con ella por las tardes y la llenaba de juguetes cuando llegaba de los viajes. Y que la llevaba a
las marchas del primero de mayo. Aún conserva algunas fotos de esa época, de esas marchas, en las que ella está muy pequeña y su papá camina a su lado con un megáfono en la mano. Después, cuando creció, él le infundió la costumbre de levantarse temprano para que leyeran juntos. Le leía textos de
sociología y sindicalismo, y le contaba historias que inventaba para explicarle la situación social del país y la necesidad de luchar por un mundo diferente, en el que todos cupieran y nadie sobrara. También le daba clases de oratoria, arte que consideraba útil para todos los eventos de la vida, y a manera
de ejemplo le hacía oír discursos de Jorge Eliecer Gaitán en grabaciones en discos de acetato. Y como si eso fuera poco, se mantenía pendiente de que ella oyera noticias y leyera periódicos.

Pero así y todo, nunca pudo hacer que aprendiera a bailar tangos, arte que él dominaba; ni siquiera milongas, que eran supuestamente más fáciles. Por todo lo dicho hasta aquí, era de esperarse que Yéssica fuera en su colegio una niña distinta, como efectivamente lo fue. Mientras en los recreos las otras niñas jugaban, ella leía los libros que su papá le prestaba; y de trece años ya estaba involucrada en el consejo estudiantil del colegio, que ella lideró y ayudó a fundar. Y en eso contó con la complicidad de su papá, que le buscó el respaldo de la asociación de padres de familia, la cual posteriormente se amplió a una
red de padres en todo Fusa, que hacía actividades ecológicas y manifestaciones en defensa del derecho a la educación y los derechos humanos. Y la cabeza visible de todo ese jaleo siempre fue su papá.

Pero eso no venía solo; eso venía con tropeles, acosos y amenazas. Varias veces vio llegar a la casa soldados armados rompiendo cosas, levantando colchones, rebujando videos y fotos, revolcándolo todo. También vio llegar coronas fúnebres, cuyo significado nunca supo, de lo niña que era. Ella simplemente jugaba con las flores porque le parecían muy bonitas.

Lo que sí no iba con el carácter de su papá, eran los esquemas de seguridad. Ni siquiera cuando los paramilitares penetraron en la región del Sumapaz y el boleteo y las amenazas se volvieron pan de cada día, Darío aceptó andar
armado o con escolta, pese a que la lista de líderes sociales amenazados la encabezaba él. Prefirió seguir su propio protocolo de seguridad: estar alerta a cualquier seguimiento, cambio continuo de rutinas, poca exposición pública… cosas de esas. El aviso más serio lo tuvo seis meses antes de morir.

Fue la vez que dos camperos le cerraron la vía al carro que él conducía, y de ellos se bajaron varios hombres armados, con el propósito evidente de llevárselo vivo. Si no es por la alharaca de un grupo grande de personas que, al reconocerlo, se acercó al carro, ese día se lo hubieran llevado. Pero ni eso
lo hizo desistir de su tarea sindical, de sus denuncias y sus actividades comunitarias.

Hasta el sábado 3 de marzo de 2001, en que Giovanni y el otro sicario acabaron con su vida.

Sonaron siete balazos

Cómo aquel fin de semana tenía muchas tareas por hacer, Yéssica decidió concentrarse en ellas y quedarse en Bogotá. En el mes y medio que llevaba en la Universidad Libre, donde ese año había empezado a estudiar derecho, era el
primer fin de semana que no pasaba con sus padres en Fusa.

Vivía entonces en casa de una tía, quién sería la encargada de sacarla de la cama a la una de la mañana y salir con ella para Fusa en un viaje de afán. “A su papá lo acaban de herir, está en el hospital”, le dijo.

Fue una mentira piadosa, porque en realidad hacía tres horas su papá había muerto. Fueron siete los disparos que recibió, todos en la cabeza. Así que durante el viaje Yéssica no hizo sino alimentar la vana ilusión de que él, hombre robusto y vigoroso, resistiera y se salvara. Tuvo que llegar a
Fusa, a su casa, para toparse con la cruda realidad; con las lágrimas, los lamentos, las maldiciones, los porqués, los gritos desgarrados, y el cadáver de su papá.

Ingrid, su hermana menor, quien para entonces tenía catorce años, le contó esa misma noche lo siguiente:

“Él estuvo en la casa toda la tarde, comió como a las seis y después jugó conmigo un rato en el sofá. Estaba contento.

Me dijo que tenía ganas de bailar, y me invitó a que fuera con él porque yo era la única que le seguía el paso en el tango, y que me pusiera bonita. Como a las siete y media se fue a visitar a unos amigos que lo invitaron a jugar parqués. Como a las diez salió a la calle a darle vuelta al carro, y en esa salida
lo mataron. Al ratico llegó un taxista amigo de la casa y desde la puerta nos gritó que a mi papi lo habían matado”.

Sólo una noticia positiva hubo aquella noche: los dos autores del crimen habían sido detenidos, en un operativo en el que la suerte jugó un rol definitivo. Resultó que en el momento en que ambos se aprestaban a huir en la moto, aparentemente tranquilos, providencialmente, como caída del cielo,
pasó por allí una patrulla de policía, que alertada por el ruido de los disparos acudió pronto a verificar la causa del jaleo, y se topó con ellos: con las manos en las armas y el muerto en el piso.

En medio del dolor, la rabia, las llamadas de los reporteros, los comunicados de repudio y solidaridad por parte del sindicalismo nacional y extranjero, y los pésames de medio pueblo, pasaron las siguientes horas para Yéssica y su familia.

Dolor que se transformó en ira mala cuando se enteró de lo que los dos homicidas habían declarado en su primer interrogatorio: que habían actuado por encargo de un señor (del que no dieron el nombre), dizque porque su papá se estaba metiendo con la mujer de él. Un lío de faldas, un crimen pasional que llaman. Entonces Yéssica, aconsejada más por la ira que por la prudencia, fue a las emisoras a desmentir la versión de los sicarios, y se despachó en elogios a su papá, como padre, sindicalista y esposo. Afirmó que no iba a permitir una calumnia como esas, porque su papá había muerto por defender sus ideas de justicia social y no por acostarse con mujeres ajenas; y prometió que no se daría tregua en su empeño de ver condenados a los cómplices y ordenadores del crimen. Acababa de cumplir diecisiete años de edad.

Pero no terminaba de decirle eso a los medios cuando aparecieron las primeras amenazas e intimidaciones, que serán la constante en su vida a partir de ese momento, extensivas a la familia. Empezaron los seguimientos y las llamadas, para advertirles que guardaran silencio y no movieran un
dedo. Tan agobiante se hizo el acoso, que a las tres mujeres no les quedó más remedio que huir y esconderse en Bogotá, en casas de familiares y amigos.

Por fortuna, simultáneamente la dirigencia sindical de Cundinamarca gestionó el traslado de su mamá a una plaza del magisterio en Bogotá; gestión en la que mucho ayudaron los oficios enviados por la AFL-CIO de Estados Unidos. Y así, con el sueldo de maestra de su mamá, mal que bien siguieron viviendo; con el sueldo y el temple con que su mamá sorteó la desgracia y la animó a seguir la lucha, en medio de una zozobra que ni un solo día les dio tregua. En
los casi dos años que duró su exilio en Bogotá no pararon las amenazas, tanto que tuvieron que cambiar cinco veces de casa.

Un proceso con sorpresas

En 2003 un juez profirió condena contra los autores materiales del crimen, por homicidio agravado en persona protegida. Pero en lo referente a los otros posibles implicados, lo único concreto que arrojó el juicio fue el nombre de Carlos Monroy, agente de policía de Fusa, fugitivo en ese momento, denunciado como la persona que planeó el crimen e hizo la logística.

Y con esa denuncia llegó la primera sorpresa: la Policía Nacional presentó una constancia según la cual la noche del crimen el agente Monroy ya no pertenecía a la institución, pues había sido desvinculado un mes atrás; cuando era un hecho a ojos vistos que esa noche él sí estuvo por ahí de servicio,
e incluso lo vieron entrar uniformado a la cárcel, cuando fue a visitar a los dos sicarios detenidos.

Ante la nueva evidencia, y otras que quedaron como cabos sueltos, Yéssica entró en contacto con el Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo, organización de defensa de derechos humanos que había tomado el caso de su papá. En agosto de 2007, gracias en buena parte a la gestión de este Colectivo, se logró que un juez condenara a Monroy a cuarenta años de cárcel, y de paso aclarara que el crimen de Darío Hoyos había sido por causa de su trabajo sindical y no por motivos pasionales, tesis que hasta ese momento, y durante seis años, había sostenido la Fiscalía. Sólo que lo condenó como reo ausente, porque nunca pudieron dar con él.

Y aquí es donde entra a colación la segunda sorpresa, casi salida del mundo del Realismo Mágico. Resulta que para ese momento Monroy ya no era ningún reo ni estaba ausente: estaba muerto.

Eso lo vino a saber Yéssica cuando solicitó a la Registraduría su expediente, y lo que le entregaron fue el certificado de su defunción, con fecha de mediados de 2006. O sea que el juez condenó a un muerto y la Fiscalía ni se dio por
enterada. O nunca lo buscó, que es la otra probabilidad. “Aunque nada raro tiene que no esté muerto sino por ahí caminando con otra identidad. Hoy en Colombia hasta cosas de esas se pueden esperar”, concluye Yéssika, con cierto desconsuelo.

Lo primero que hizo una vez se graduó de abogada fue vincularse profesionalmente al Colectivo José Alvear Restrepo, como abogada defensora de derechos humanos, con injerencia en asuntos tremendos: masacres, desapariciones y demandas de reparación contra el Estado en crímenes de Lesa Humanidad. Y lo hizo, dice, por sus convicciones personales, pero también para honrar la memoria de su papá. Para no olvidar, que fue lo mismo que la impulsó a fundar “Hijos e Hijas por la Memoria y contra la Impunidad”, una organización de jóvenes que tiene como fin reivindicar las ideas y la memoria de sus padres asesinados, y desempolvar las investigaciones que duermen en la Fiscalía el sueño de la impunidad.

Vuelta a la cárcel

Evitar que el crimen de su papá cayera en ese sueño, fue lo que Yéssica se propuso como tarea desde la misma noche en que vio su cuerpo destrozado por las balas. Y en esa tarea no había ahorrado ni tiempo, ni esfuerzos, ni riesgos; incluso se había atrevido a cosas que creía no ser capaz de hacer. Y sin embargo, ocho años después, todavía no se había podido vincular al proceso a los autores intelectuales. Después de la condena de Monroy, el caso entró en la Fiscalía en una especie de salmuera, muy parecida a la impunidad.

No avanzaba, tanto que John Miller, congresista de Estados Unidos, en octubre de 2008 le escribió una carta al propio presidente Álvaro Uribe, en la que respetuosamente le solicita información sobre el caso, y muestra preocupación por sulento progreso.

De ahí que Yéssica sintiera su corazón hacer tun tun la tarde en que contestó una llamada a su celular y escuchó un acento llanero, pastoso él, entrecortado, que reconoció en el acto. Era Giovanni Moncada, que la llamaba de la cárcel
para pedirle que lo visitara otra vez, que tenía que decirle algunas cosas importantes. Y ella fue.

En la cárcel se encontró con un hombre cordial, incluso caballeroso, muy distinto al arisco de la primera vez. Le dijo que había pensado mucho en ella, y que las cosas que le había comentado lo habían hecho reflexionar. También le dijo que admiraba su verraquera, que era difícil encontrar mujeres así, y que por eso la iba ayudar, que estaba dispuesto a declarar en la Fiscalía todo lo que sabía. Lo que efectivamente hizo en enero de 2009, cuando, bajo la gravedad del juramento y ante la fiscal del caso, mencionó varios nombres de políticos y militares involucrados en el crimen, los cuales quedaron bajo
reserva sumarial.

Sólo que al momento de escribir este reportaje, cuatro meses después, el proceso sigue estancado.

La fiscal aún no ha ordenado la ampliación de la declaración ni las pruebas pertinentes. Lo que sí siguió, y fue el mayor hito de todo este proceso, fue el viaje de Yéssica a Washington, al Congreso de Estados Unidos. Ocurrió el 12 de febrero de 2009, día en que, en razón de la notoriedad internacional que tuvo el asesinato de su papá y su condición de hija de víctima, fue invitada por el congresista demócrata John Miller a hablar en el recinto del Congreso.

Era la primera vez que en este recinto se escuchaba la voz y la experiencia íntima de una víctima de la violencia antisindical en Colombia. Después de ella también habló José Emilio Sánchez, juez que tuvo a cargo varios procesos de sindicalistas asesinados, el mismo que condenó al ex-agente Monroy, sin saber, claro, que estaba condenando a un muerto. Y habló Luciano Sanín, director de la Escuela Nacional Sindical, quien presentó las cifras de la violencia antisindical en Colombia.

Los parlamentarios gringos los quisieron escuchar a los tres para confrontar su versión con la que ofrece el gobierno colombiano, mucho menos dramática desde luego, pues, como ya se dijo, el tema es un serio condicionante al TLC. Para decir su discurso al pleno de congresistas, y a los más de cien asistentes a la sesión, entre ellos la embajadora Carolina Barco en representación del Gobierno de Colombia, a Yéssica apenas le dieron cinco minutos. Por lo que
decidió llevar mejor su discurso escrito en dos hojas, en las que, como mejor pudo, resumió todo lo que tenía que decir, que en esencia fue más o menos lo mismo que el lector acaba de leer en este reportaje.

Así que con la voz un tanto destemplada por los nervios, pero con total determinación, de esta manera empezó su discurso ante los parlamentarios norteamericanos:

“Soy Yessika Hoyos Morales, hija de Jorge Darío Hoyos Franco, uno de los 2.694 sindicalistas asesinados impunemente en Colombia. Ocho años atrás vivía en Fusagasugá con mi madre, mi hermana y mi padre, que era un hombre soñador, comprometido con las causas justas, al que le dolía
la opresión y la miseria…”.

Agencia de Información Laboral ENS

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