¿Dónde queda el derecho a la vida, señor Procurador?

¿Dónde queda el derecho a la vida, señor Procurador?

La pregunta es apenas obvia: ¿Por qué incurre el Procurador Alejandro Ordoñez en una contradicción tan evidente? Su oposición al aborto, por ejemplo, la fundamenta en el derecho fundamental a la vida consagrado en nuestra constitución, pero cuando se trata de esparcir una sustancia tóxica que afecta o puede afectar toda forma vida, este argumento desaparece de manera inexplicable. Las motivaciones de sus posturas no son entonces propiamente jurídicas como lo reitera a diario cuando se le confronta. Son los principios de su ideología ultraconservadora, afín a un sector importante de la elite, que desde nuestra constitución como república se ampararon en los valores y creencias de origen confesional para defender sus ideas sobre el Estado, la sociedad, la propiedad y la familia.

Un agudo debate se ha desatado en el país con motivo de la solicitud del Ministerio de salud de suspender el uso del glifosato a raíz de estudios foráneos, puesto que ya existían desde hace rato los nacionales, que alertan sobre su peligro para la salud y la vida. Las posturas de los contradictores dejan entrever que el problema de fondo en esta discusión no es propiamente científico sino que, al lado de obvios intereses económicos de las multinacionales que se han enriquecido con la industria de estas sustancias químicas, este hecho se ha convertido en un nuevo caballito de batalla para atacar el proceso de paz entre el Gobierno colombiano y la guerrilla de las FARC en La Habana (Cuba). No deja de llamar la atención que quienes se deshacen en agravios en contra de esta decisión, como el Procurador General de la Nación, Alejandro Ordóñez, sean los mismos que se oponen de manera irreflexiva a una salida negociada al conflicto armado.

Desde hace años diversos estudios nacionales e internacionales muy bien sustentados, han demostrado la ineficacia de la política antidrogas y de manera específica el uso de químicos mediante la aspersión aérea de los cultivos de coca. Las áreas cultivadas, por ejemplo, no han sido afectadas de manera sustancial e inclusive el recurso de la extradición, tan temida en la época de Pablo Escobar, hoy se ha convertido en una posibilidad hasta deseable por los narcotraficantes, como lo reconoce la Comisión Asesora en Política Antidrogas del Gobierno, pues terminan con condenas irrisorias, con el grueso de sus bienes en sus bolsillos y con ciudadanías que les protegen de por vida. Según un reciente informe de la Casa Blanca, en Colombia el área cultivada aumentó en un 39% pasando de 85.000 hectáreas en el 2013 a 112.000 en el 2014.

De otro lado, las organizaciones dedicadas a este negocio en vez de disminuir más bien se han cualificado y han logrado insertarse mejor como actores relevantes en la economía global. Esto es de alguna manera el resultado perverso de declarar una guerra para que la lleven a cabo los países productores y mantener un alto grado permisividad con quienes, en sus países, se quedan con el mayor producido del negocio. La Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, UNODC, plantea que en los 73 paraísos fiscales existentes se manejan cerca de 600 millones de dólares por año provenientes del narcotráfico y que si no fuera por esta economía ilegal, la economía de EEUU caería entre un 19 a un 22%. Dicho de otra manera, no habría muchas razones para que, desde las grandes potencias, se pensara en acabar con este mercado ilícito bastante útil para sobrellevar sus propias crisis, de allí su doble moral.

Sin embargo, los gobiernos colombianos continuaron con la insensatez de sumarse a una guerra y a una política que en sentido exacto no le era propia, comprometiendo no sólo 9 de cada 10 pesos de sus propios recursos, en un país plagado de inequidades y exclusiones, sino que expuso a la población a un desangre y victimización cuyo costo en vidas aún no ha sido suficientemente cuantificado. ¿Qué hay detrás de quienes, de una manera casi delirante, defienden una guerra y una política cuyas evidencias en la época moderna la colocan como una de las grandes estupideces, por su irracionalidad? Sin duda las razones económicas son relevantes: la industria de las armas y la industria de los insumos químicos, de un gran poder económico y político en las economías centrales, que son los grandes beneficiarios, no dejarán fácilmente que sus mercados se afecten. También lo es la economía ilegal, cuyo peso en el mundo financiero global es enorme como se indicó antes. Estas razones tienen sus propias expresiones nacionales a las cuales debe agregarse que, al articularse el narcotráfico, nuestro conflicto armado de larga duración dio cabida a uno de los despojos violentos de tierras más sangrientos y degradados de que se tenga noticia.

La vida ha sido pues la gran damnificada si se miran los impactos de esta guerra en términos de vidas humanas, de las víctimas que ha dejado la pobreza cuando los recursos se desvían a la guerra y no a resolver las inequidades y exclusiones, y de los daños ocurridos a otras formas de vida al afectar, en no pocos casos, de manera irreversible al medio ambiente. La pregunta es apenas obvia: ¿Por qué incurre el Procurador Alejandro Ordoñez en una contradicción tan evidente? Su oposición al aborto, por ejemplo, la fundamenta en el derecho fundamental a la vida consagrado en nuestra constitución, pero cuando se trata de esparcir una sustancia tóxica que afecta o puede afectar toda forma vida, este argumento desaparece de manera inexplicable. Las motivaciones de sus posturas no son entonces propiamente jurídicas como lo reitera a diario cuando se le confronta. Son los principios de su ideología ultraconservadora, afín a un sector importante de la elite, que desde nuestra constitución como república se ampararon en los valores y creencias de origen confesional para defender sus ideas sobre el Estado, la sociedad, la propiedad y la familia. Son los mismos que en la época de la violencia partidista justificaron, desde dicha ideología, matar a los liberales puesto que encarnaban la impiedad, siendo la razón de fondo que ellos representaban una ideología que se contraponía a sus ideas de Estado, sociedad, propiedad y familia.

En el proceso de La Habana su oposición, que por momentos reviste las características de delirio, radica en dos miedos: primero que la guerra que les ha sido tan funcional a sus intereses pueda ser reemplazada por otras maneras de resolver los conflictos, pero sobre todo, y en segundo lugar, que la sociedad se levante sobre las bases del estado social de derecho y sea la democracia y no el pensamiento autoritario la que regule las relaciones y los intereses en la sociedad.

Como suele ocurrir en aquellos momentos en que las sociedades se encuentran ante coyunturas que les obliga a mirarse a sí mismas, la negociación con las FARC ha obligado a que quienes tienen intereses en juego se vean compelidos a despojarse de sus lenguajes taimados y se vean, por la fuerza de los hechos, a quedar expósitos ante los ojos de todos. Algo de este tenor parece estarle sucediendo a nuestro Procurador.

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