No más energía para la guerra, toda la energía para la paz

No más energía para la guerra, toda la energía para la paz

 

Cuenta la tradición oral que cuando Colón llegó al territorio azteca, territorio de los hijos del sol, quedó entrampado en la codicia por el oro y para apropiárselo apeló a un engaño, pues como Europa ya había develado el misterio de la trayectoria de los cuerpos celestes, sabía que pronto sucedería un eclipse total de sol; les dijo entonces que si no entregaban el oro les quitaría el astro rey. En medio del evento, asustados, los nativos entregaron lo que se les exigía…

 

Es antigua la costumbre occidental de abusar de las comunidades cuya cosmogonía y cultura se asienta en diferentes bagajes cognitivos. Otra lectura no exenta de mordacidad, sería decir que los pueblos originarios bien sabían dónde estaba la fuente de la vida, en tanto los recién llegados lo que sabían era qué hacer con el metal, para aquel momento implantado en la cultura europea como fundamento de estatus social y espejismo de felicidad.

 

Es cierto, el sol es el motor de la vida. Su energía lumínica por medio de la fotosíntesis se transforma en energía química que se esparce en infinitas formas de organismos; la expresión biodiversidad es la descripción más ajustada a esta explosión vital. Sin embargo, vale la pena decir que, de la energía emitida por el sol, sólo llegan en promedio a la parte superior de la atmósfera 2 calorías-gramo/cm2/minuto y de esta, un poco más del 50% se disipa en su paso por la atmósfera. Último dato para no aburrir: una hoja de roble en plena actividad fotosintética toma cien unidades de energía; de las cuales, durante el mencionado proceso, se dispersan noventa y ocho en forma de calor y solo dos unidades se transforman en azúcar o energía concentrada que entra a sostener la materia por donde fluye la vida.

 

La naturaleza es un prodigio logrado con una excelente economía energética. Allí evolucionó una de tantas especies, la llamada Homo sapiens que acuñó su estructura corporal a la dinámica del planeta y su estructura mental al trabajo, para hacer del espacio físico un lugar confortable.

 

En los albores de la humanidad la matrilinealidad fue el pilar de las incipientes agrupaciones sociales; además ponía a la mujer en el centro de la administración de los recursos comunes y las actividades colectivas, siendo lo anterior inherente a su condición de madre dadora de vida. Paulatinamente se fue colando el patriarcado desdibujando valores como el respeto por el bien común y la inclusión de la empatía en la formación de la prole. Lo más lamentable, la mujer terminó sojuzgada por el hombre y su quehacer menospreciado, convertido en obligación o en destino.

 

Dando un salto en la línea de tiempo nos vemos ahora sin bienes comunes y sin conciencia colectiva; de tal caldo de cultivo surgen personas o grupúsculos que se ubican en posición de mando atribuyéndose privilegios; aferrados a su estatus ponen y quitan normas que les beneficien aun cuando sus “obedecientes”, por no decir súbditos, estén en desacuerdo, padezcan o actúen engañados. Las mujeres han hecho lo suyo fluctuando entre la desesperación y el silencio, pero sin perder la cualidad primigenia de cuidar la prole; mucha energía invertida en ello.

 

A su vez, cada descendiente en su lucha vital por aprender a caminar, a leer, a escribir a enamorarse y desenamorarse, a lograr un trabajo digno y acorde con sus propios atributos; por aprender a comprender a sus semejantes y al ámbito que le rodea, en fin por aprender a vivir, invierte mucha energía en la aventura vital de trasegar por el planeta Tierra.

 

Se pueden sumar las energías, aquella mínima que viniendo del sol se abre en el multicolor abanico de la biodiversidad, aquella otra que deviene de la abnegación de mujeres-madre invisibilizadas y una más venida de la lucha de cada persona por tocar sus sueños; tales energías, dichos esfuerzos, se borran de un plumazo cuando un capricho, generalmente pensado en dólares y barnizado de búsqueda de la democracia o de beneficio para la humanidad, en demagógicos discursos entrampan incautos, enfilan borregos, silencian voceros y hacen obligatorio exponer la vida por luchas ajenas. ¿Cuánta energía invertida en un hijo para verlo, vestido de camuflado, partir en un camión rumbo a la guerra?

 

En una suave hondonada de terrenos que otrora disfrutaban las comunidades afro en la Guajira, hoy tomada por El Cerrejón, contaba uno de sus habitantes que antaño, cuando dos personas estaban en conflicto aparentemente imposible de solucionar, se organizaba en ese paraje una olla comunitaria; los niños y las niñas jugaban, quienes estaban en la adolescencia la disfrutaban o la padecían, mujeres y hombres conversaban, en tanto los de la bronca puño va y puño viene, palabras insultantes, camisas rasgadas y la sangre avisando que había piel rota… el resto de la comunidad en el jolgorio… Al cabo de un rato los protagonistas de la bronca, ya gastada la testosterona porque, huelga decir, casi siempre eran hombres, vislumbraban la inutilidad de la pelea y lo ridícula de la situación, cesaba el tun tun de los puños… retornaba la calma; “Este era nuestro lugar y nuestra forma de zanjar conflictos” expresó el caballero.

 

Con la cándida lógica de quien observa el gusto por la vida tranquila de la mayor parte de la humanidad, no resulta enrevesado proponer que personas o grupúsculos empeñados en defender sus propios intereses, poniéndoles la etiqueta de “búsqueda de la democracia” o “en favor de la humanidad”, copien la costumbre descrita en el párrafo anterior; que se peleen hasta verse idiotas pero que no pongan a otros a perder la vida o la calidad de existencia en camorras que les son ajenas. Ni la naturaleza, ni las mujeres, ni la sociedad desean invertir energía y esfuerzos para quedar liquidados en broncas inicuas y ajenas. ¡No se paren hijos e hijas para la guerra!

Es inaplazable la búsqueda de la justicia, sin ella no hay paz, pero ni la guerra ni la polarización son el camino; producen confusión y desconcierto, situaciones que, sumadas al desdibujado valor del bien común, llevan a la humanidad al “sálvese quien pueda”; de allí que mentir, sacar ventaja, embaucar, sean la antesala de la otra pandemia que agobia a la comunidad humana: la corrupción. Esta pandemia, la corrupción, amerita otra reflexión.

 

Lía Isabel Alvear
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